¿Qué es un contrato de concesión?
Un contrato de concesión, mira, básicamente es un trato entre una entidad pública (sí, el gobierno o el ayuntamiento de turno) y una empresa privada. El chiste es que a la empresa le dan permiso para operar, mantener y meterle dinero a algún bien o servicio público. ¿Por cuánto tiempo? Pues depende, pero suelen ser años largos, rollo 10, 20, a veces hasta 30 años o más. No es cosa de un ratito.
Este tipo de contratos es el pan de cada día en las licitaciones públicas. ¿Por qué? Porque permite que las empresas privadas se metan en el mundillo de los servicios públicos o de infraestructuras, rollo carreteras, recogida de basura, agua, luz, lo que se te ocurra. Y lo hacen jugándosela: ellos ponen el dinero, construyen, operan y mantienen el servicio o la obra. ¿A cambio de qué? De poder sacarle jugo explotando esa infraestructura o servicio. O sea, cobran y, si les sale bien, recuperan la inversión y ganan pasta.
Normalmente, la empresa privada que agarra el contrato —el “concesionario”, para los amigos— se encarga de todo: buscar la financiación, construir, operar y mantener el invento ese. Y claro, el riesgo va de su cuenta. Si la cosa sale mal, mala suerte. Pero si le sale bien, puede sacarle bastante provecho. Eso sí, no todo es jauja, porque estos contratos vienen cargadísimos de reglas: la entidad pública pone condiciones sobre la calidad del servicio, lo que pueden cobrar, y hasta cuánto tienen que invertir en mejoras.
¿El truco? Estos contratos exigen un compromiso de los gordos. Si tu empresa quiere participar en una concesión, prepárate para estar casado con el proyecto durante años y años, invirtiendo tiempo, recursos y energía. No es para cobardes ni para los que buscan dinero rápido. Pero si te va la marcha y te gustan los retos, puede ser una jugada interesante.